jueves, agosto 25, 2005
La Sociedad sobre el Estado (por Democracia Real) | Autor/a: Jessica
La Democracia Real es un sitio web donde sus autores publican noticias, artículos de prensa y debates sobre la realidad de la democracia y los múltiples aspectos que aún quedan por alcanzar. Sus lectores también pueden enviarles textos para que los publiquen en su site. La Democracia Real ha decidido colaborar con Red Progresista, y por éso hoy nos envía (a muchoquedecir@gmail.com) su primera participación.
Aunque la profesión de fe en la soberanía nacional engalane nominalmente el frontispicio de todos los regímenes, monárquicos o republicanos, surgidos de la Revolución francesa, las potestades políticas de que dispone la población en nuestro tiempo siguen siendo mucho menores que aquellas otras que se le prohíben.
Cuantitativa y cualitativamente... entraña bastante más lo que cualquier Régimen político impide a la ciudadanía que las facultades que se le toleran: y hasta esta misma concepción y lenguaje –“permitir”, “conceder”, “tolerar”– revela ya una mentalidad deudora de viejos esquemas autoritarios que contravienen la legítima orientación del poder en una sociedad efectivamente democrática, en la cual el poder público debería ir de abajo arriba.
Por otra parte, múltiples de los permisos teóricos que se han “concedido” a la población no pasan de ser declaraciones altisonantes, sin traducción ninguna en la práctica...
Algunos poderes del Estado, y la casi totalidad de los organismos administrativos o públicos, se hacen llamar “democráticos” sin venir cubiertos por elección popular. Y sin que contemplen siquiera la hipótesis de abrirse a la participación, ni mucho menos a la inspección o verificación de su ejercicio, por una ciudadanía que tan sólo sufre pasivamente la acción imperativa de los mismos y sufraga sus gastos.
Más allá de los efectos anestésicos de las grandes palabras y de los discursos propagandísticos que diluvian sobre los súbditos de cualquier Régimen, cabría interrogarse sobre el número y la función de los engranajes del Estado adonde la decisión popular sólo llega nominalmente, o no llega de ningún modo... Poderes “públicos” ocluidos al pueblo, competencias impensables para la ciudadanía, compartimentos piramidales herederos de inveteradas y no siempre trascendidas épocas...
En nuestros días, supuestamente postremos a todas las emancipaciones comunitarias, la población no puede intervenir ni como electora ni como elegible en el poder público más decisivo de todo régimen político: el que administra la justicia... Tampoco verificar de ningún otro modo su funcionamiento real siquiera exterior: productividad de los jueces, cumplimiento de plazos..., aunque percibe y padece la pésima calidad de este servicio.
El resto de las administraciones públicas, sin entrar ahora en la eficiencia, ineficiencia o negligencia de su gestión, no se subordinan tampoco en la práctica ante quienes, amén de titulares teóricos de la soberanía nacional, costean efectivamente unas prestaciones que acaso no reciban con la calidad y en la forma que merecen.
Por su parte, son muy escasas las parcelas de poder político que consienten la intervención popular en la elección de los mandatarios. Básicamente, un concejal y un diputado al Congreso constituye cuanto se le permite elegir a la población (ni siquiera "alcalde" y "presidente del Gobierno", que en España no son elegidos por el pueblo), junto con otros tres representantes en el Senado, la autonomía y Europa, irrelevantes estos tres últimos a menudo, dadas sus escasas competencias. Facultades electoras que concluyen en el instante mismo de la votación: tras introducir la papeleta en la urna, los ciudadanos no pueden efectuar un seguimiento eficaz del cumplimiento, o no, de su encargo electoral, que corrija inmediatamente los abusos o las desviaciones o traiciones al encargo electoral que se descubran.
Soberanos de la nada, en consecuencia: solamente pueden optar por este o aquel nombre, entre los varios que se le publiciten, preseleccionen y ofrezcan: no determinar ni siquiera condicionar o pactar fehacientemente sus actos de gobierno.
Nadie debería confundir la entidad de la democracia, o gobierno del pueblo por el pueblo (que, como su nombre indica, constituye un proceso, durante el transcurso de todo el cual debe mantenerse esa acción gubernativa popular para no transmudarse en otra naturaleza distinta), con la simple elección popular o démica, sobre todo cuando, como decimos sólo se tolera la elección de un nombre, que representará señorialmente a sus supuestos representados, pero no la elección de esos actos de gobierno representativos de lo que verdaderamente los electores quieren que se haga desde los poderes presuntamente "públicos"...
Aunque la profesión de fe en la soberanía nacional engalane nominalmente el frontispicio de todos los regímenes, monárquicos o republicanos, surgidos de la Revolución francesa, las potestades políticas de que dispone la población en nuestro tiempo siguen siendo mucho menores que aquellas otras que se le prohíben.
Cuantitativa y cualitativamente... entraña bastante más lo que cualquier Régimen político impide a la ciudadanía que las facultades que se le toleran: y hasta esta misma concepción y lenguaje –“permitir”, “conceder”, “tolerar”– revela ya una mentalidad deudora de viejos esquemas autoritarios que contravienen la legítima orientación del poder en una sociedad efectivamente democrática, en la cual el poder público debería ir de abajo arriba.
Por otra parte, múltiples de los permisos teóricos que se han “concedido” a la población no pasan de ser declaraciones altisonantes, sin traducción ninguna en la práctica...
Algunos poderes del Estado, y la casi totalidad de los organismos administrativos o públicos, se hacen llamar “democráticos” sin venir cubiertos por elección popular. Y sin que contemplen siquiera la hipótesis de abrirse a la participación, ni mucho menos a la inspección o verificación de su ejercicio, por una ciudadanía que tan sólo sufre pasivamente la acción imperativa de los mismos y sufraga sus gastos.
Más allá de los efectos anestésicos de las grandes palabras y de los discursos propagandísticos que diluvian sobre los súbditos de cualquier Régimen, cabría interrogarse sobre el número y la función de los engranajes del Estado adonde la decisión popular sólo llega nominalmente, o no llega de ningún modo... Poderes “públicos” ocluidos al pueblo, competencias impensables para la ciudadanía, compartimentos piramidales herederos de inveteradas y no siempre trascendidas épocas...
En nuestros días, supuestamente postremos a todas las emancipaciones comunitarias, la población no puede intervenir ni como electora ni como elegible en el poder público más decisivo de todo régimen político: el que administra la justicia... Tampoco verificar de ningún otro modo su funcionamiento real siquiera exterior: productividad de los jueces, cumplimiento de plazos..., aunque percibe y padece la pésima calidad de este servicio.
El resto de las administraciones públicas, sin entrar ahora en la eficiencia, ineficiencia o negligencia de su gestión, no se subordinan tampoco en la práctica ante quienes, amén de titulares teóricos de la soberanía nacional, costean efectivamente unas prestaciones que acaso no reciban con la calidad y en la forma que merecen.
Por su parte, son muy escasas las parcelas de poder político que consienten la intervención popular en la elección de los mandatarios. Básicamente, un concejal y un diputado al Congreso constituye cuanto se le permite elegir a la población (ni siquiera "alcalde" y "presidente del Gobierno", que en España no son elegidos por el pueblo), junto con otros tres representantes en el Senado, la autonomía y Europa, irrelevantes estos tres últimos a menudo, dadas sus escasas competencias. Facultades electoras que concluyen en el instante mismo de la votación: tras introducir la papeleta en la urna, los ciudadanos no pueden efectuar un seguimiento eficaz del cumplimiento, o no, de su encargo electoral, que corrija inmediatamente los abusos o las desviaciones o traiciones al encargo electoral que se descubran.
Soberanos de la nada, en consecuencia: solamente pueden optar por este o aquel nombre, entre los varios que se le publiciten, preseleccionen y ofrezcan: no determinar ni siquiera condicionar o pactar fehacientemente sus actos de gobierno.
Nadie debería confundir la entidad de la democracia, o gobierno del pueblo por el pueblo (que, como su nombre indica, constituye un proceso, durante el transcurso de todo el cual debe mantenerse esa acción gubernativa popular para no transmudarse en otra naturaleza distinta), con la simple elección popular o démica, sobre todo cuando, como decimos sólo se tolera la elección de un nombre, que representará señorialmente a sus supuestos representados, pero no la elección de esos actos de gobierno representativos de lo que verdaderamente los electores quieren que se haga desde los poderes presuntamente "públicos"...